Faced with the realities Jesus describes to us in this parable, about the incredible joy God and all in heaven have upon the reconciliation of a son or daughter, what should our response be as his disciples? I think there are at least three questions we should ask ourselves:
a) Do we rejoice with God when someone is reconciled to Him? — Whenever a son or daughter is “found,” all of heaven erupts in joy, and God invites us, like the Shepherd, Woman and Father in the parables, to “rejoice with Him.” But do we? Or are we filled with resentment? The Scribes and the Pharisees in the Gospel today were filled with indignation that Jesus “welcomes sinners and eats with them.” They thought the only reaction to sinners was to cut them off and resented when Jesus even strived to bring them back to God’s graces. We can bring the example closer to home. Imagine if after this Mass, you discovered that I went over to the local abortion doctor’s home to eat. Would your first reaction be that I’m living out my faith, or betraying it? How about if I went to visit a pedophile in prison? How about if next week if, as you came to Mass early, you saw a group of obvious prostitutes in line for confession who then later came, with tears of joy in their eyes, to sit next to you for Mass? Would you rejoice with God and welcome them, or would you wonder if others, in seeing you in a pew with them, might make false judgments about you? Those who call themselves Jesus’ disciples often do not get very high marks in rejoicing with God over the reconciliation of others. The disciples in Jerusalem were very reluctant to accept Saul’s conversion to Paul. Today when those we know have massive conversions, many others continue to judge them on the basis of their previous sinful deeds. Even sometimes when the glorious event of a death bed conversion happens — like that of the good thief — whispers can be heard saying that such people have “gotten off easy.” To all of these people, Jesus tells us today that we are called to REJOICE WITH HIM whenever those who are lost are found. Not only should heaven rejoice abundantly, but God’s church on earth should do the same!
b) Do we ourselves give God joy by receiving the gift of his merciful love? — Jesus, who cannot lie, told us that heaven rejoices more for one repentant sinner than for 99 righteous people in no need of repentance. The reason for this is every reconciliation is like Easter Sunday. If this is the case, then we can ask ourselves when was the last time we gave God and those in heaven this type of joy. Saint Pope John Paul II had been straining his aging vocal cords calling all Catholics back to the sacrament of reconciliation. In that sacrament, the entire Church exists for that penitent in the confessional, Jesus’ one “sheep” for whom he has given his life and whom he wants to carry back on his shoulders in great jubilation. In that sacrament, the Father runs out to greet his prodigal child and restores that son or daughter to full filial dignity, the dignity and purity of the day of baptism. If this is the reality of the sacrament from God’s perspective, why would one ever hesitate to approach him there? God waits for you there. Go to him!
c) Do we help to bring God and others joy by encouraging them to go to the sacrament of reconciliation? — If we really want to please God, then Jesus in these parables gives us the way. After we ourselves have received rebirth through reconciliation, the Lord calls us to go out with Him and for Him in search of all those in our day who are “lost” and in need of God’s merciful love. Like with Moses, God does not want us to focus solely on our own relationship with him, but to be instruments of the reconciliation of others.
Jesus, we ask You to help us be like St. Paul, St. Peter, St. Matthew, St. Augustine and so many others. Help us follow their example by calling others to God’s mercy by the contagious joy by which we live out our own reconciliation with God. Amen.
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En esta parábola Jesús nos describe la realidad sobre la alegría increíble que Dios y todos en el cielo tienen sobre la reconciliación de un hijo o hija. ¿ Cuál debería ser nuestra respuesta como discípulos? Creo que hay al menos tres preguntas que deberíamos hacernos:
a) ¿Nos regocijamos con Dios cuándo alguien se reconcilia con Él? – Cada vez que se “encuentra” a un hijo o una hija, todo el cielo estalla de alegría, y Dios nos invita, como el Pastor, la Mujer y el Padre en las parábolas, a “regocijarnos con Él”. ¿Pero nosotros nos regocijamos ? ¿O estamos llenos de resentimiento? Los escribas y fariseos en el Evangelio de hoy se llenaron de indignación porque Jesús “da la bienvenida a los pecadores y come con ellos”. Ellos pensaban que la única reacción ante los pecadores era cortarlos y se resentían incluso cuando Jesús se esforzó por devolverlos a las gracias de Dios. Podemos acercar el ejemplo a casa. Imagínese si después de esta misa, descubriera que fui a comer a la casa del médico abortista local. ¿Cuál sería tu primera reacción, que estoy viviendo mi fe o traicionándola? ¿Qué tal si fuera a visitar a un pedófilo en prisión? ¿Qué tal si la semana que viene cuándo llegas temprano a la misa, ves a un grupo de prostitutas haciendo fila para confesarse y luego vienen, con lágrimas de alegría en sus ojos, a sentarse a tu lado para la misa? ¿Te alegrarás con Dios y les darás la bienvenida, o te preguntarás si otros, al verte en un banco con ellos, podrían hacer juicios falsos sobre ti? Aquellos que se hacen llamar discípulos de Jesús a menudo no obtienen calificaciones muy altas al regocijarse con Dios por la reconciliación de los demás. Los discípulos en Jerusalén eran muy reacios a aceptar la conversión de Saúl a Pablo. Hoy cuándo aquellos que conocemos tienen conversiones masivas, muchos otros continúan juzgándolos sobre la base de sus acciones pecaminosas anteriores. Incluso a veces, cuando ocurre el evento glorioso de la conversión de la cama de la muerte, como el del buen ladrón, se escuchan susurros que dicen que esas personas han “salido fácilmente”. A todas estas personas, Jesús nos dice hoy que estamos llamados a ALEGRARNOS CON ÉL cada vez que se encuentran a aquellos que están perdidos. ¡No sólo el cielo debería regocijarse abundantemente, sino que la iglesia de Dios en la tierra debería hacer lo mismo!
b) ¿Le damos alegría a Dios al recibir el regalo de su amor misericordioso? – Jesús, que no puede mentir, nos dijo que el cielo se regocija más por un pecador arrepentido que por 99 personas justas sin necesidad de arrepentimiento. La razón de ésto es que cada reconciliación es como el Domingo de Pascua. Si éste es el caso, entonces podemos preguntarnos cuándo fue la última vez que le dimos a Dios y a los que están en el cielo este tipo de alegría. El Papa Juan Pablo II había estado forzando sus viejas cuerdas vocales llamando a todos los católicos al sacramento de la reconciliación. En ese sacramento, toda la Iglesia existe para ese penitente en el confesionario, la “oveja” de Jesús por quién ha dado su vida y a quién quiere llevar sobre sus hombros con gran júbilo. En ese sacramento, el Padre sale corriendo a saludar a su hijo pródigo y restaura a ese hijo o hija a la dignidad plena filial, la dignidad y la pureza del día del bautismo. Si ésta es la realidad del sacramento desde la perspectiva de Dios, ¿por qué uno dudaría en acercarse a él allí? Dios te espera allí. Vé a él.
c) ¿Ayudamos a alegrar a Dios y a los demás alentándolos a ir al sacramento de la reconciliación? – Si realmente queremos agradar a Dios, entonces Jesús en estas parábolas nos muestra el camino. Después de que nosotros mismos hayamos recibido el renacimiento a través de la reconciliación, el Señor nos llama a salir con Él y por Él en busca de todos aquellos en nuestros días que están “perdidos” y que necesitan el amor misericordioso de Dios. Al igual que con Moisés, Dios no quiere que nos enfoquemos únicamente en nuestra propia relación con él, sino que seamos instrumentos de la reconciliación de los demás.
Jesús, te pedimos que nos ayudes a ser como San Pablo, San Pedro, San Mateo, San Agustín y tantos otros. Ayúdanos a seguir su ejemplo llamando a otros a la misericordia de Dios con la alegría contagiosa por la cuál vivimos nuestra propia reconciliación con Dios. Amén.
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