For the first weeks of Advent, we have meditated on our need for God, our sinfulness, our helplessness in achieving the meaning and fulfillment that we long for. Today we switch gears. Without forgetting about our need for a Savior, we focus our attention more on that Savior himself.
Earlier in the Gospel of St. Matthew, we know that St. John the Baptist knew that Jesus was the Messiah (cf. Mt 3:13-17).
So, he sent his Disciples to Jesus so that they could shed their mistaken notions about the kind of Messiah to expect, and come to recognize Jesus. Jesus replied to the Baptist’s disciples by pointing to the fact that they were witnessing the signs which the ancient prophecies said would mark the advent of the Messiah.
He met the blind, and gave them sight; the poor, and gave them hope; the lame, and gave them strength. These signs gave them hope and joy that he was the one who “was to come.”
He has begun the same work in us, and is eager to continue it. We are blinded by ignorance and selfishness, and he offers us light in the teachings of his Church. We are poor in virtue, and he fills us with the gifts of the Holy Spirit. We are lame, unable to pray as we should, unable to bear witness as we should, unable to love as we should, and he heals and strengthens us by nourishing us with his very self in the Most Holy Eucharist.
So, with the 3rd Sunday of Advent, we begin to focus more on Jesus our Savior, our greatest joy. How can Jesus be my greatest joy? Every Christian carries his joy within himself, because he meets God in his soul in grace. This is the unfailing spring of happiness. The world’s happiness is a poor and transitory thing. The Christian’s happiness is profound and can exist in the midst of difficulties. It is compatible with pain, with illness, with failures and contradictions. Our Lord has promised: “Your hearts will rejoice, and no one will take your joy from you” (John 16:22). Unless we separate ourselves from its source, nothing and nobody can take away his joyful peace.
How can we strengthen our joy and happiness? By making frequent visits to our Lord in the Blessed Sacrament to have a conversation with him which is both serious and intimate. We need to lay bare our soul in Confession, and in personal spiritual direction. There we shall find the source of happiness: and our gratitude will show itself in greater faith, in an ever-increasing hope which banishes all sadness, and in our care for other people.
So, today, let’s ask the Lord, when he comes to us in Holy Communion, to help us make these final preparations in the mangers of our own hearts. Amen.
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Durante las primeras semanas de Adviento, hemos meditado sobre nuestra necesidad de Dios, nuestra pecaminosidad, nuestra impotencia para lograr el significado y la realización que anhelamos. Hoy cambiamos de marcha. Sin olvidar nuestra necesidad de un Salvador, concentramos nuestra atención más en ese Salvador mismo. Anteriormente según el Evangelio de San Mateo, sabemos que San Juan Bautista sabía que Jesús era el Mesías (cf. Mt 3, 13-17). Entonces, envió a sus discípulos a Jesús para que pudieran deshacerse de sus nociones erróneas sobre el tipo de Mesías que podían esperar y llegar a reconocer a Jesús. Jesús respondió a los discípulos del Bautista señalando el hecho de que estaban presenciando las señales que las antiguas profecías decían que marcarían el advenimiento del Mesías. Se encontró con los ciegos y les dio la vista; a los pobres, les dio esperanza; y a los cojos, les dio fuerzas. Estas señales les dieron esperanza y alegría de que él era el que “iba a venir”. Ha comenzado el mismo trabajo en nosotros y está ansioso por continuarlo. Estamos cegados por la ignorancia y el egoísmo, y él nos ofrece luz en las enseñanzas de su Iglesia. Somos pobres en virtud y él nos llena de los dones del Espíritu Santo. Somos cojos, incapaces de rezar como deberíamos, incapaces de dar testimonio como debiéramos, incapaces de amar como debiéramos, y él nos sana y fortalece al nutrirnos con él mismo en la Santísima Eucaristía. Entonces, con el tercer domingo de Adviento, comenzamos a enfocarnos más en Jesús nuestro Salvador, nuestro gozo mayor. ¿Cómo puede Jesús ser mi gozo mayor ? Todo cristiano lleva su alegría dentro de sí misto, porque se encuentra con Dios en su alma en gracia. Este es el manantial infalible de la felicidad. La felicidad del mundo es algo pobre y transitorio. La felicidad del cristiano es profunda y puede existir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Nuestro Señor ha prometido: “Se gozará vuestro corazón y nadie os quitará vuestro gozo” (Juan 16:22). A menos que nos separemos de su fuente, nada ni nadie podrá quitarle su paz gozosa. ¿Cómo podemos fortalecer nuestro gozo y felicidad? Haciendo visitas frecuentes a nuestro Señor en el Santísimo Sacramento para tener una conversación seria e íntima con él. Necesitamos desnudar nuestra alma en la Confesión y en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la felicidad: y nuestra gratitud se manifestará en una mayor fe, en una esperanza cada vez mayor que destierra toda tristeza, y en nuestro cuidado por los demás. Entonces, hoy, pidamos al Señor, cuando venga a nosotros en la Sagrada Comunión, que nos ayude a hacer estos preparativos finales en los pesebres de nuestros propios corazones. Amén.
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