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Twenty-Sixth Sunday in Ordinary Time


Here is the reflection I gave on the Gospel of St. Luke 8:19-21 this past Tuesday.

Today, as two thousand years ago, mankind longs to see the face of Jesus. Each one has his own reason: some are in need of healing –– like Bartimaeus, the blind man of Jericho who shouted after Jesus until he took pity and cured him (Mark 10:46-52); some out of curiosity –– like Zacchaeus, who climbed a tree to see Jesus because he was short in stature (Luke 19:2-10); some to hear his word –– like the crowd that pressed in on him to hear the word of God by the Lake of Gennesaret (Luke 5:1-10); some out of love and to look after him – like the Blessed Virgin Mary and Mary Magdalene (Mark 15:41).

Though we may seek Christ with the purest of intentions, it is not always easy to achieve our goal. There are bound to be obstacles along the way, and we have to be prepared for them. Satan always tries to separate us from God through sin, even putting the fear of confession in our hearts so we don’t receive God’s healing grace. The world also attempts to keep us as far from God as possible, offering a thousand distractions and amusements to lead us away from prayer, reflection and conversion. We need to let him know we are seeking him.

What counts for Jesus are “those who listen to the word of God and do it.” He came to preach to and save everyone. And contrary to the first impression given by his words, this does not exclude his mother and his relatives. Christ doesn’t lower them but rather elevates us –– and them –– to a degree of intimacy greater than blood ties. This is the beauty of God’s love: He calls us to an ever greater dignity and intimacy with him.

Lord, we want to see your face in all the events and happenings of this day. Drive away all our enemies and spiritual tepidity. Cure our spiritual blindness, for you alone can help us. Without you, we can do no good. Help us to live up to this dignity you have bestowed upon us. Amen.

Aquí tenemos la reflexión del martes pasado sobre el Evangelio de San Lucas 8: 19-21.

Hoy, hace dos mil años, que la humanidad anhela ver el rostro de Jesús. Cada uno tiene su propia razón: algunos necesitan curación, como Bartimeo, el ciego de Jericó que gritó a Jesús hasta que se compadeció y lo curó (Marcos 10: 46-52); algunos por curiosidad, como Zaqueo, que trepó a un árbol para ver a Jesús porque era bajo de estatura (Lucas 19: 2-10); algunos para escuchar su palabra, como la multitud que presionó sobre él para escuchar la palabra de Dios junto al lago de Gennesaret (Lucas 5: 1-10); algunos por amor y para cuidarlo, como la Santísima Virgen María y María Magdalena (Marcos 15:41).

Aunque podemos buscar a Cristo con la más pura de las intenciones, no siempre es fácil lograr nuestra meta. Seguramente habrá obstáculos en el camino, y tenemos que estar preparados para ellos. Satanás siempre trata de separarnos de Dios a través del pecado, incluso poniendo el miedo a la confesión en nuestros corazones para que no recibamos la gracia sanadora de Dios. El mundo también intenta mantenernos lo más lejos posible de Dios, ofreciendo miles de distracciones y diversiones para alejarnos de la oración, la reflexión y la conversión. Necesitamos hacerle saber que lo estamos buscando.

Lo que cuenta para Jesús son “aquellos que escuchan la palabra de Dios y lo hacen”. Él vino a predicar y salvarnos a todos. Y, contrariamente a la primera impresión dada por sus palabras, esto no excluye a su madre y sus parientes. Cristo no los rebaja, sino que nos eleva a nosotros, y a ellos, a un grado de intimidad mayor que los lazos de sangre. Esta es la belleza del amor de Dios: nos llama a una dignidad e intimidad cada vez mayores con él.

Señor, queremos ver tu rostro en todos los eventos y sucesos de este día. Aleja a todos nuestros enemigos y la tibieza espiritual. Cura nuestra ceguera espiritual, porque solo tú puedes ayudarnos. Sin ti, no podemos hacer nada bueno. Ayúdanos a vivir a la altura de esta dignidad que nos has otorgado. Amén.

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